Estaba anocheciendo. En el cielo, un carmesí incendio se comía el recién nacido azul de la noche y nubes ahumadas de color violeta lo cubrían todo.
En una colina se cernía una imponente mansión. Años atrás, la pureza del mármol blanco con el que estaba construida habría cegado a muchos. Sin embargo, y aunque el respeto que se le tenía a la casa no se perdía, un entramado de raíces, yedras y musgo cubrían la roca de las húmedas paredes. Pese al deterioro, la simetría de la construcción perduraba. En el centro de la mansión, entre balcones y columnas, rodeada de colosales ventanales, estaba la entrada. Una puerta de madera negra con refuerzos de plata entre los tablones que la formaban. Y como guardianes, dos picaportes en forma de ninfa con las alas desplegadas.
Una larga rampa de hormigón llegaba hasta la escalinata que culminaba en la oscura puerta. Un grupo de jóvenes ascendía, pisando esa mezcla gris endurecida con excitación y miedo a la vez. Uno de ellos, el que iba el último, parecía más intimidado que los demás. Continuamente observaba los árboles que rodeaban el camino hasta la casa, intuyendo bestias cazadoras de ojos rojos.
Apoyado en el hombro del último chico, un gato dorado con alas blancas susurraba palabras tranquilizadoras al oído de su dueño.
Fueron avanzando, y al rato, del grupo de jóvenes una chica se adelantó y llamó a la puerta, agitando una de las hadas un par de veces. Se oyó el chirriar de metal con metal, el crujir de las bisagras y, lentamente, la puerta se abrió. Un soplo de aire agonizante se escapó y acarició el rostro de los jóvenes, que se taparon los ojos al instante, al notar esa corriente, como el aliento de un monstruo devorador de cadáveres. Sin embargo, no se detuvieron, fueron entrando, poco a poco. Cuando el último chico se disponía a entrar, su gato dorado alzó el vuelo y se perdió entra las llamas ya ennegrecidas que cubrían el cielo. Al entrar el joven, las puertas se cerraron y se quedaron casi a oscuras, únicamente iluminados por la tenue luz que conseguía traspasar la suciedad de los ventanales.
Entonces apareció, bajando la escalera de caracol que conducía al piso de arriba. Un hombre alto, de tez muy pálida y ojos azules. Vestía unos pantalones negros y una camisa blanca con cuello y mangas de encaje. Llevaba el pelo suelto, una cascada de hilos de platino que le caían por la espalda. Con insonoros pasos, el hombre se acercó al grupo de chicos. Levantó un brazo, y con una mano blanca de dedos afilados, señaló a cinco de los chicos. Entre ellos estaba el joven que momentos antes había visto huir a su gato, a su compañero. Les hizo dar un paso al frente, a lo que obedecieron como si hilos invisibles tiraran de ellos hacia adelante.
El hombre levantó otro brazo, y esbozando una sonrisa, movió veloz el brazo dibujando un semicírculo, como si quisiera coger algo que le quedaba lejos. Los chicos a los que había señalado miraron a su alrededor, y en un instante, el horror se ensartó en sus ojos. Sus compañeros se convulsionaron, temblando y agitando descontroladamente brazos y piernas. Empezaron a deshacerse, se derretían entre gritos y agonía. Como si estuvieran sometidos a un calor demasiado intenso, la piel, los músculos y los huesos de los chicos se convirtieron en una masa espesa de carne, sangre y vísceras que cubrió las baldosas del suelo. De entre los desperdigados brazos y piernas emanó un vapor, el aire que aún circulaba por los pulmones de los jóvenes. Las entrañas aún tibias cubrieron los zapatos de los demás jóvenes que con terror observaron la desgracia que los rodeaba. Un chico y una chica de los seleccionados por el hombre se desmayaron y cayeron de bruces entre la carne deshecha y la sangre de sus compañeros.
Quedaron tres. Una chica con el pelo castaño corto que temblaba como una hoja. Un chico alto que agachado sobre si mismo se secaba unas lágrimas que no cesaban. Y el último de todos, el que más temor sentía al principio. Estaba de pie, con los ojos muy abiertos, observando la impasibilidad del hombre que con un solo gesto había matado a casi todos sus compañeros. Una mancha de sangre cubría un lado de la cara del chico y su hombro derecho. De sus dedos caían gotas y pequeños trozos de carne que se le habían pegado al brazo, después de una de las convulsiones que había azotado al chico que tenía al lado.
El hombre seguía en la escalera, observando.
De pronto cerró los ojos, y luego, oscuridad.