miércoles, 14 de septiembre de 2011

Dreaming Out Loud 3



Volvía a estar tumbado encima de algo frío, agarrotado y con las pestañas cubiertas de un fino manto de escarcha. Notó sangre en sus labios agrietados. Un brazo había quedado atrapado debajo de su cuerpo y ahora no era más que un trozo de carne inerte y congelada. El otro brazo lo tenía justo delante, igualmente congelado. Sin embargo, la piel no estaba cubierta por una fina capa de hielo, sino por una sustancia negra que dejaba de ser viscosa y se transformaba en lo que parecía arcilla seca ante el calor, tierra virgen que pierde la vida, que pierde el agua. 

Pero esta vez no tenía baldosas acariciándole el cuerpo. Se movió levemente y sintió como algo se le clavaba en la fría piel. Empezó a levantarse, notando agujas encastadas en las palmas de sus manos. Y miró a su alrededor, esperando encontrar otra caverna helada. Apenas había luz. Las paredes eran oscuras con un cierto ápice de verde, este último el causante de la insignificante claridad que le rodeaba. No había techo, solo un agujero negro. A su izquierda había un pasillo, lúgubre como la estancia en la que se encontraba. Se acercó a la pared, buscando algo que le permitiera adivinar que eran esos destellos verdosos y aún más importante, en que sitio se encontraba.

Con mano miedosa rozó la pared. Notó algo blando, incluso suave, algo que le resultó familiar. Musgo. Vegetación. Plantas osadas que por algún extraño motivo eran capaces de crecer ante ese apabullante invierno. Pese a la presencia de esos seres vegetales tan reconfortante, se obligó a mirar hacía el pasillo en el que había reparado antes. Y entonces se dio cuenta de lo que pisaban sus sucios zapatos. Huesos. Millones de ellos. Huesos de cadáveres la naturaleza de los cuales prefería no plantearse. Pero estaba seguro, tenía la sensación que algunos de ellos eran de humanos. Centenares de agujas resquebrajadas que crujieron ante sus pasos vacilantes. Crujido tras crujido, el joven fue avanzando hacia esa abertura, pensando poder encontrar una salida. 

Ante sus ojos apareció un corredor sin fin. Paredes oscuras y verdosas, como las de la cámara en la que estaba momentos antes. Esta vez si había techo, uno de forma semicircular del que colgaban brotes y raíces, hojas y pequeñas flores blancas. Pero la misma frialdad seguía penetrando en su interior por cada poro de su piel, helándole la sangre. Era extraño. Esas motas verdes, la vida, conseguía embestir y superar las barreras. Fue avanzando, lentamente. 

Entonces se dio cuenta de que no toda la totalidad de las paredes era musgo y hiedra. A medida que andaba, aparecieron puertas. Puertas de todos los colores, tamaños y formas. Puertas pequeñas, que apenas le llegaban a la rodilla. Puertas exquisitas, de plata y oro que desprendían luz, como si de pequeñas supernovas se trataran. Puertas gigantes que casi llegaban hasta el techo. Puertas azul cielo y azul mar. Incluso turquesa en movimiento, como las olas de una playa. Puertas naranjas y puertas violetas. Puertas redondas y cuadradas, con forma de estrella e incluso con formas desconocidas, siluetas inexistentes. Puertas negras que parecían no ser más que vacío.

De pronto se paro en seco y miró hacia la derecha. Una puerta. Sin embargo, no era como las demás. Era un espejo con un marco de color fuego que parecía desprender llamas. De uno de los costados de esa lamina reluciente, de entre el cristal, emergía el pomo, de forma dorada. Era un león de ojos rojos y mandíbulas abiertas que mostraban unos colmillos blancos perfectos. Se vio a si mismo en el espejo. Su aspecto era horrible,  parecía un cadáver recién salido de su sepultura. Decidió abrirla, aunque solo fuese para intentar huir de esa brisa gélida. Así que colocó su mano encima del león, desplegó sus dedos lentamente, temiendo que algo pudiera ocurrir. Cubrió el felino con la piel de sus dedos que seguía bajo cero. Giro la muñeca. Y la puerta se abrió.  

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